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Hidalgo y su mundo

31 de Diciembre del 2009 a las 20:45:06 0 Leído (885)

La síntesis de la identidad

La firma, el sello personal, el estilo inconfundible, en definitiva, el reconocimiento popular, a fama es algo que todo artista persigue y que pocos consiguen alcanzar.

Unos, destacando en estilos que les han precedido, de los que se han convertido en sus principales precursores, otros, estableciendo su cuño personal, con un marcado carácter estilista. Este último caso es el que nos presenta Antonio Hidalgo. No es necesario que bajemos la mirada hasta la firma para reconocer que esa obra es de Hidalgo, su pintura es absolutamente inconfundible, su creatividad admirable y su sello personal inigualable.

Pinceladas de auténtica precisión confieren al cuadro una textura homogénea, fruto del dominio de los recursos técnicos, que maneja a su antojo.

El color que imprime en sus creaciones es siempre un elemento más dentro de esa amplia gama de “trucos” de los que se vale para estructurar la escena, casi siempre en perspectiva triangular.

Como resultado final, el conjunto de la obra supera con creces cada uno de los elementos que distribuye por el lienzo, pese a que resulte tanto o más entretenido ir contemplando cada uno de los personajes por separado tratando de adivinar con quién guardan cierta semejanza.

Metamorfosis valleinclanesca

Su tendencia a metamorfosear la realidad consigue crear escena con auténtica fuerza vital.

Muchas de sus obras recuerdan a pintores clásicos, sobre todo en la disposición de algunos temas elegidos, sin embargo, el tratamiento que éstas reciben es completamente distinto. Recuerda mucho la definición que Valle Inclán realizaba del esperpento: “La cotidianeidad, reflejada en un espejo cóncavo, produce una deformación extraña que es la verdadera realidad de la vida”.

Antonio Hidalgo deforma la realidad habitual, hasta convertirla en una parodia verdadera, en una escena que, en un principio, puede mover a la risa por las pequeñas figuras “muñecos mezcla de dioses y divinidades”, pero que en una reflexión más profunda resulta el verdadero ambiente en el que nos movemos cada día, criticando la sociedad de consumo a la que esos hombres, mitad dioses mitad monigotes veneran, o representando estampas costumbristas, más propias de otras épocas, de pintores del siglo XIX que de la actualidad.

No obstante, la versatilidad de las escenas les confiere perennidad en el tiempo.




El mundo hidalguiano

Lejos de provocar espanto o mal gusto, los personajes fijados en el lienzo poseen una extraña naturaleza que conecta con el espectador, hasta un extremo tal, que nos sumerge en ese particular mundo hidalguiano, convirtiéndonos en uno más de los “muñecos”.

Su gracilidad de compostura les hace etéreos en el conjunto y minucioso, casi eternos, en los detalles. Figuras y entornos se unen en una auténtica fusión nuclear pictórica; una unión, desde luego, muy particular que sólo Antonio Hidalgo sabe mostrar con la destreza propia de quién sabe lo que quiere pintar y lo consigue.
Consigue reflejar esa España de charanga y pandereta a la que se refería Machado en sus poemas; esa España que venera lo que tiene y desprecia cuanto ignora.

Una de las características de la pintura, de esa identidad hidalguiana, es el sentido del humor. Queda patente en la forma de mostrar el mundo aparente en el que nos desenvolvemos; siempre explotando al máximo de sus posibilidades, con esos personajes que miran de frente, invitando a entrar y formar parte del espectáculo grotesco y circense que forman.

Un paisaje idealizado, una realidad esperpéntica pero habitual y unos muñecos entrañables son los elementos de que se vale Antonio Hidalgo para mostrarnos, cual ilustración cómica de viñeta, una cotidianeidad sin disimulos, que primero nos provoca la risa y más tarde nos hace reflexionar sobre la autenticidad de lo que sobre el lienzo se representa.

Son pocos los artistas que llegan a obtener el reconocimiento de su valía, y que el público asocie sin más preámbulos su pintura a su nombre.

Antonio Hidalgo es un buen ejemplo de los pintores que han podido conseguirlo.



M. A. González
Guía del Lunes, Logroño, 1991

En el rito de otras creencias

Símbolo y metáfora de mar fósil, caracolas conejos de tierra adentro, pudiera contener la obra de este pintor de Vélez, mitad paisaje, mitad mar, seco y húmedo a la vez, que tiene mirar confundido de las dos maneras de fraguar la vida.

Antonio Hidalgo se hizo un día, al avistar el mito, creador de fantoches de difíciles identidades. Con gris crepuscular, de imposible definir, elemental y atormentado y un ocre traduciendo espejismos de luces, convertía en masas los porosos elementos de sus composiciones, las conchas órficas, el paisaje intimidado a su obediencia.

Sin filiación abstracta, empieza después a formular protestas de figuraciones para una farsa mejor con idénticos motivos. Y así lo hallamos inscrito ya en el rito de esa creencia.

Con espíritu de puerta adentro, no siendo por eso de horizonte arriba, Hidalgo goza de la redonda paciencia de los elegidos. Aunque surge de herejía en el decir para no desmentir sus recelos, revela en la traducción plástica que conoce la fórmula de la evocación y, tan en silencio, que apenas se le oye el acento sonoro del hallazgo. Su obra nos habla de un mar fósil, de un paisaje hecho mar, en la alegoría del presentimiento de que mañana puede ser así.

Replegado en la onda interior –que no hay manera de saberle- parece, cuando sale, como escapado de una gleba que viera la luz al cabo de los tiempos, para recordar luego el oculto semblante de formas neptúneas, las conchas sin viento, el color del principio, los símbolos del solitario paisaje.

Antonio Hidalgo es artista de redondas cavilaciones; no hay más que deducirlo de su forma de componer. Cree en la geometría, en cuanto a solución de sus hallazgos o de sus sueños. El concepto hierático, expresión de lo tradicional, carece por ahora de destino en su obra. Y no es por eso la suya pintura que conceda anuencia a lo normal y frecuente, aunque en ocasiones intente, por distracción, detenerse en lo clásico. Asunto, pues, de gleba reciente, de tierra avivada en su escondite, de gentes que pululasen en un largo crepúsculo.

Hidalgo no propende a la evasión, sino a la reclusión. Ni quiere salir del espectáculo que le brindan sus extraños personajes. Se queda clavado en la raíz por la otra creencia vital que tiene del suelo. Y habla con reparto constreñido de palabras, más llenas de carne que de eufonía. Y convierte su pintura en una lejana antropología de seres.

Quizás –y eso intentamos- lo dicho nos conduzca a una aproximación a su obra. Y a entender el por qué de sus fósiles enigmáticos, de sus símbolos, de los poros de sus formas. Y de sus amonitas, heredados de no se sabe qué edad. Y el por qué también de su hacer clásico, de la silla y el tejado, de los bancales del pueblo, del barro en la cultura del hombre. Y del color, siempre en la sospecha y en el sueño. Fondos de que suscitan indagaciones, variaciones de atmósfera que despuntan amaneceres, luces espectrales de largos crepúsculos. Y el paisaje, antes de que lo aprobara el día.

Antonio Hidalgo subyace, más que está, en la norma inevitable de otras creencias.
Antonio Segovia Lobillo

ANTONIO HIDALGO

Cuando conocí a Antonio Hidalgo enseguida advertí en su pintura dos elementos que con el tiempo se han convertido en constantes y característicos: el realismo y la fantasía. Porque sea cual sea el tema que nos muestra Antonio parte de elementos reales - el paisaje, las casas, las figuras, los objetos; pero rara vez plasmados tal y como aparecen en la vida real, sino tratados bajo el prisma de su imaginación a la que se incorporan detalles de creación puramente fantástica como monstruos, bichos y seres deformes. O cosas bien próximas y cotidianas pero dispuestas de manera arbitraria y surrealista, no exenta de humor e ironía. La pintura de Antonio Hidalgo es el perfecto espejo de su mundo interior: el recuerdo fresco y vivo de su ambiente familiar y próximo, las casas blancas de Vélez, los almendros en flor, las pitas, y los olivos. Pero con ellos, en personalísima conjunción, también aparecen los fantasmas y los miedos de su niñez, o los temores de adulto, recreándose precisamente en él, de modo que se produce un descubrimiento nuevo en cada nueva contemplación. Como los pintores primitivos. Y esta faceta, su primitivismo, su ingenuidad, inconsciente y deliberada, es la característica de su estilo, y la sugerencia de los primitivos flamencos, y especialmente del Bosco con sus monstruitos y objetos simbólicos, otra constante que se advertía en las pinturas de la primera época. Y esos seres fantásticos al principio eran comparsas de fondo o acompañamiento del tema principal, pero con el tiempo se han metido también bajo la piel de personajes de primer plano y de los protagonistas, casi siempre con un sentido lúdico, divertido y cómico, que se ha visto acentuado en la pintura de la última época donde recrea cuadros clásicos y da la vuelta a los temas de Tiziano, Rubens, Velázquez o Goya.

Realmente la pintura de Antonio Hidalgo cuenta cosas. Sus cosas. Está lejos de juegos intelectuales de quien no se atreve a afrontar abiertamente las dificultades del lienzo en blanco y se escabulle por circunloquios teóricos y excusas de color. Antonio Hidalgo domina la técnica. Transmite contenidos. Es original como pocos. Y puede ser uno de los pintores más personales de este fin de siglo.


Mª Teresa Sánchez Trujillo
Directora del Museo de La Rioja




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