Dorian Florez
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La teoría de los 9 Colores

01 de Marzo del 2019 a las 13:58:17 0 Leído (569)

Cómo el lector de este libro se dará cuenta en la medida en que avance a través de los capítulos del maestro Dorian Flórez, encontrará que ciertos aspectos de la pintura tienen una tremenda semejanza con la cocina: formulas, mezclas armónicas y otras desafortunadas, sabores (colores) con particularidades distintas y efectos diversos en el paladar (vista), y además un enorme campo para la experimentación.
Pero hay una parte del quehacer artístico que no deja espacio a la experimentación y que más bien hace parte de una trasmisión de maestro a discípulo que se basa en cierta tradición. En cualquier caso no podría haber espacio para la experimentación si no hubiera colores que utilizar. La situación afortunada de un estudiante de artes en la actualidad puede contrastar con la de un artista del Renacimiento, imposibilitado para pintar con ciertos colores inaccesibles por su costo y lejana proveniencia. Durante siglos la única forma de adquisición del azul ultramarino -el mismo con que inundó de color Giotto las paredes de la capilla Scrovegni en Padua, el mismo que usó Miguel Ángel en el Juicio Final de la Capilla Sixtina- era una cueva de Afganistán que se tenía hasta entonces como la única fuente en el mundo de lapizlazuli, una piedra preciosa que al ser rayada y sometida a un proceso dispendioso proveía a los artistas de un azul nunca antes visto, y por lo mismo, también imposible de pagar. En nuestros tiempos no basta sino salir a la papelería más cercana para encontrar toda la variedad posible de colores.
Habría otros colores más accesibles, pero como este libro explica más adelante, las calidades también son relativas, y sus efectos se dejan ver con el tiempo. Tiziano, un gran colorista de su época tiene gran cantidad de obras ahora completamente desteñidas por efectos de la luz en pigmentos baratos que con el tiempo reaccionaban oscureciéndose, oxidándose o desvaneciéndose por completo. Así que a veces pensar en la inmediatez, por pragmatismo no es una buena elección. El tiempo se encargará de probarlo.
En otras ocasiones, por el contrario, el tiempo ha sido el que permite una valoración más acertada de la pericia que los grandes artistas ejercieron en su momento. A veces, aquello que vemos frente a nuestros ojos como una obra maestra de determinado artista no es ni una migaja del esplendor de la obra que fue en su momento. Los conservadores y restauradores nos ayudan a descubrir esa maestría de color que, luego de siglos y siglos de conocimiento, se fue transmitiendo entre pintores, tal como Dorian Flórez lo hace hoy con este volumen.
Por ejemplo, uno de los casos más apasionantes en los que el tiempo dio un cambio radical en la mirada a un artista es el de Miguel Ángel Buonarroti como pintor de frescos. En 1965 se estrenó la película The agony and the ecstasy, protagonizada por Charlton Heston en el papel de un maduro e iracundo artista del Renacimiento, en proceso de ejecución de su obra maestra, el techo de la Capilla Sixtina con la creación de Adán en el centro. El film incurrió en un terrible error que en su momento pasó desapercibido y que solo cada tantas generaciones se podría comprender: para la filmación se hizo una réplica exacta del interior de la Capilla Sixtina, pintando el techo tal cual como se veía en 1965, treinta años después de la última restauración a la que había sido sometida. Por tanto, la película aún nos da la sensación de un Miguel Ángel oscuro, opaco, deslucido, conspiratorio y misterioso, un Miguel Ángel muy lejano a ser un gran colorista. Esa visión fue radicalmente contrastada cuando en 1979 se iniciara la última restauración del techo, que cambiaría esta vez sí, y para siempre, la mirada al gran maestro renacentista. A partir de entonces los libros nos han difundido a un vibrante, explosivo y rimbombante maestro del color, un artista que curiosamente no disfrutaba pintar pero que sabía perfectamente los secretos del oficio –como lo aprendió de las pinturas de Giotto doscientos años antes de él-, y entre ellos una de las principales e incontrovertibles leyes del pintor: solo los mejores materiales duran para siempre, y que si estas obras eran huellas que daban testimonio de su efímero paso por la tierra debían quedar eternizadas para el disfrute de todas las generaciones que le sucedieran. Solo hasta entonces podrían comprenderse las palabras que Giorgio Vasari escribió sobre la obra maestra de Miguel Ángel en 1600, en su primera edición de las Vidas: “Este trabajo ha sido realmente la luz que ha hecho tanto y ha ayudado al arte de la pintura, que fue suficiente para iluminar el mundo durante cientos de años en una era de oscuridad”.
La lección es entonces clara: un trabajo que perdure tiene un costo que debe pagarse. Este principio estará resonando a lo largo de este libro guiado por los consejos de un pintor que ha reconocido a través de décadas de trabajo las cualidades y bondades de los materiales del pintor, desde la preparación de la tela, hasta los pinceles apropiados, pasando por las mezclas más convenientes entre pigmentos.

Afortunadamente nuestros tiempos son mucho más efectivos y rápidos. La Revolución Industrial les dio en gran medida un salvavidas a los artistas al poner sobre la mesa los colores que necesitaban ahorrándoles el dispendioso tiempo que antes se requería para prepararlos, pero además encapsulando por primera vez esa nueva miríada de tonos para su fácil transporte y conservación. Así, la Escuela de Barbizón y los primeros impresionistas actuaron en consecuencia con un gesto que para nuestros días parece inocente y mínimo, pero en su momento fue revolucionario: salieron a pintar a la calle y al bosque. Ya la naturaleza no fue vista igual, ya no era solo una escenografía donde se superponían unos personajes recreando un acontecimiento. La luz había pasado a convertirse en el principal elemento de la obra, con sus cambios abruptos durante el día, durante las estaciones, o de acuerdo a la proveniencia septentrional o meridional del sol que los iluminaba.
Debía surgir entonces otra forma de estudiar el color. No por venir los colores en tubos la tarea es más sencilla para los artistas. Eso sí, había dejado de ser una problemática de cocina para empezar a convertirse en todo un asunto perceptual, psicológico y conceptual, temas que también acá se abordan basados en la erudición de numerosos teóricos del círculo cromático que Flórez ha sintetizado para su mejor comprensión. Y como prueba de que este libro no es un cut and paste de esos tratados que se enuncian a lo largo del texto, el autor se sirve de su propia obra para ilustrar los efectos del uso de distintos círculos cromáticos, explicar efectos de las gamas frías y cálidas, e incluso pone en evidencia un documento histórico invaluable raras veces utilizado: las paletas de los artistas. De esta forma el libro se convierte, en doble vía, en catálogo del mismo artista y en un detrás de cámaras de la realización de sus obras. En este aspecto el libro es único y representa una garantía de que los conocimientos del artista han sido puestos en uso. Muy especialmente porque el pintor pone en manos del lector la fórmula secreta que ha creado a través de años para la ejecución de su producción, una teoría del color muy particular que revela la armónica y luminosa pintura del autor en sus cuadros.
Este compendio de Dorian Flórez no es solo el producto de décadas de trabajo que le permiten con propiedad reconocer todas las cualidades de los pigmentos y los valores adecuados de cada color. Es además el trabajo de un ojo culto entrenado en la observación de los grandes maestros, horas frente a las obras fundamentales de la historia del arte, kilómetros de recorridos entre pasillos de museos alrededor del mundo, y bajo el filtro de otros importantes antecedentes en la teoría del color que Flórez ha cernido en el tamiz de su experiencia y pone acá al servicio de otros, simplificando el conocimiento de cientos de años y miles de artistas para producir un libro que pueda ser el punto de partida de algunos, y la guía esencial para otros ya entrados en materia.

Christian Padilla
Premio Nacional de Historia de Arte Colombiano 2007
Doctorado en Historia del Arte de la Universidad de Barcelona.






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