Irene de Andrés Márquez
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cuento

26 de Septiembre del 2009 a las 20:42:05 0 Leído (403)

El atardecer en la playa se había convertido en un souvenir más para los cientos de turistas que visitaban la ciudad cada día. Ese mismo acontecimiento, la puesta de sol, era para Yamna, el momento más perfecto y mágico del día. Ella conocía los rincones a los que los turistas no llegaban, lugares vírgenes en los que poder disfrutar del mar y el cielo multicolor sin esas voces, siempre demasiado fuertes de los visitantes.
Caminaba por la arena mojada, la marea estaba especialmente baja y se habían formado charcos alrededor de las barquitas que ya eran parte del paisaje y no transportes o medios de pesca. Tres mujeres jugaban al bingo, sentadas en sillas que parecían sacadas de la basura, y una de ellas alternaba su atención entre los números y un niño de unos diez años que adornaba un castillo de arena con piedrecitas de colores.
Poco a poco Yamna se fue acercando a las barcas. Miró hacia atrás y se dio cuenta de que la luz, ya escasa y rosácea, sólo dejaba intuir algunas siluetas: las señoras sentadas, el castillo, unas gaviotas quietas como estatuas y una figurilla que se movía rápido, el niño probablemente. Cuánto iba a echar de menos aquello cuando se marchase de la ciudad. A menudo deseaba poder vivir siempre en el mar, pero se quitaba la idea de la cabeza regañándose a sí misma por inmadura.
Los restos de una barquita de madera se le antojaron el palco perfecto para contemplar la llegada de la noche. Nadie se daría cuenta de que se sentaba en ella. Seguramente aquella barca no tenía familia que la reclamase.
La madera crujió por todas sus betas. Estaba mojada, la pintura azul que años atrás la había cubierto estaba descascarillada, e incluso el moho había crecido en las esquinas más húmedas. Bajo el tablero que hacía las veces de asiento, Yamna encontró lo que en su día pudo ser un farolillo de aceite, sin cristales y sin mecha, unas cuantas botellas vacías, seguramente restos de fiestas en la playa o de vagabundos que usaron esa misma barca como cama en verano.
La noche había llegado de repente. Hacía frío y el aire olía a sal. La marea había subido, el sonido de las olas golpeando las barcas era tan constante que parecía un vibrar contínuo, así que Yamna decidió que era hora de volver a casa. Se subió los pantalones para evitar mojarlos al salir de la barca, pero cuando descendió, notó que no era agua lo que había en el suelo. No lo podía ver, pero parecía estar andando entre espuma, espuma que no mojaba pero espesaba el movimiento. Se agachó para tocarlo, pero no había nada. Intentó cogerlo poniendo las manos cóncavas, pero nada, a pesar de notar el espesor en sus pies, y de escuchar las olas a su alrededor, ahí parecía no haber nada. Miró confusa a los lados, unos focos anaranjados parpadeaban ahora en la arena. Indecisa, metió la mano en la barca para coger su mochila, y entonces vio que el farolillo emitía una luz débil y verdosa. Lo agarró sin pensárselo dos veces y vio que aun sin tener ni mecha ni aceite, aquella chatarra ahora iluminaba con una fuerza increíble. La luz salía de la nada y en el momento que la alzó a la altura de sus ojos, pasó de ser verde a morada. Yamna sintió un pinchazo agudo en la boca del estómago, tenía miedo, pero todo era tan bonito que no podía resistirse a contemplarlo. Fue mientras se decía a sí misma ese pensamiento cuando vio que algo se movía en la orilla. De repente, como si unos focos invisibles alumbrasen desde el cielo, un círculo de luz se fue formando en la arena, mostrándole lo que ahora había allí. Un enorme castillo de colores, con decenas de torres, escaleras, vidrieras y enredaderas.
Pero era imposible. Eso no podía estar ahí. Nunca había estado ahí, conocía la zona a la perfección. Aun con la boca abierta llegó a la puerta del castillo. Era enorme. La razón se lo negaba pero aquel castillo era exáctamente igual al que el niño estaba construyendo un rato atrás. Con la mano temblorosa abrió la puerta dándose cuenta de dos cosas al mismo tiempo; lo primero, que dentro se oían voces de mujer jugando al bingo, lo cual a esas alturas, era bastante lógico. Pero lo segundo hizo que por un momento se quedase sin respiración, en su mano, la mano con la que había abierto la puerta, se había quedado el trocito de madera por el que la había agarrado, e instantáneamente se había transformado en arena.
- Entra por favor. – Dijo una voz dulce y educada. Yamna, del susto, dejó caer el farolillo al suelo, pero no hubo ruido, y la curiosidad dividida forzó a Yamna a mirar rápidamente al suelo antes de averiguar de dónde venía la voz. Arena. En el suelo había únicamente un montoncito de arena. – No te preocupes por eso, luego fabricaré otro.- De la oscuridad apareció un niño, el niño, el mismo niño de la playa, pero vestido con un traje de príncipe, como sacado de un cuento. Sonriente, se acercó haciendo que la habitación se iluminase sólo con su presencia.
- ¿Qué…? – Yamna no era capaz de formar la pregunta que quería hacer, todo era demasiado complicado e increíble. – No me preguntes a mí, yo sólo soy producto de una fantasía.- El niño cogió la arena del suelo, hizo una bola con ella y la convirtió en una rosa. - ¿Entonces nada es de verdad?- Tomó la rosa que el niño le ofrecía y la soltó de repente al pincharse con una de sus espinas. – No he dicho eso.- Respondió él, mientas la rosa, al caer al suelo, se convertía de nuevo en arena. Un montoncito de arena que se deshizo cuando el niño lo pisó para adentrarse en el pasillo que dejaba de estar oscuro y se iluminaba con colores que parecían estar vivos.
- ¿Qué es esto? ¿dónde estamos? ¿cómo… cómo vuelvo? – Las preguntas le salían una tras otra mientras perseguía al niño por los pasillos que iban iluminándose a su paso. Entonces el niño paró en seco. - ¿Cómo vuelves? … ¿cómo has venido? – Eso mismo se preguntaba ella, si al menos supiera dónde estaba no sería tan grave el problema. – Mira, - continuó el niño – no sé por qué siempre que venís os queréis marchar corriendo, y nunca sabéis cómo, el mismo camino es para ir que para volver.- El niño parecía enfadado ahora, el pasillo en el que estaban se fue ensanchando poco a poco hasta convertirse en una sala y las paredes se fueron llenando de espejos, cada uno iluminado con una luz diferente. De una forma brusca y desagradable, el niño se transformó en un pájaro enorme, de unos dos metros de altura, poco a poco fue tomando forma de gaviota, una gaviota con mirada iracunda. La gaviota empezó a abrir y cerrar el pico, emitiendo un sonido agudo que se fue volviendo voz – Aquí viven la fantasía, la imaginación y los sueños. Y no, no es un mundo falso, ¿acaso las cosas que imaginas o deseas son falsas?... pero es frágil… precisamente por culpa de gente como tú, porque no creéis en ello. Nos deshacemos poco a poco cuando alguien llega aquí contaminando todo de incredulidad.- Ahora, en cada espejo se repetía la imagen de la gaviota que decía lo mismo una y otra vez, como un eco castigador que mareaba a Yamna obligándole a dar vueltas por la sala en busca de una salida. Intentando salir, se chocó con uno de los espejos, y del golpe, parte de su brazo izquierdo se cayó al suelo en forma de arena. Mirándose a sí misma vio que toda ella era de arena. La imagen le resultó tan aterradora que no pudo contener un grito, y con los ojos cerrados echó a correr sin mirar por dónde. Fuera del castillo, gigantes bolas de bingo hacían de guía hacia la orilla. Yamna las siguió corriendo con la mirada fija en la barquita que se mecía en el agua. Ahora sí había agua, pero se dio cuenta tarde. Se miró a los pies y ya no estaban. El pánico le apretó el corazón y corrió como pudo mientras poco a poco se deshizo como un helado.
Viviré siempre en el mar.- fue lo último que pudo pensar antes de mezclarse para siempre con las olas. Unas olas que hoy siguen siendo habitantes fieles de esa playa mágica en la ciudad.




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