La Mujer que pinta el Alma del Guatapurí (Crónica)
02 de Julio del 2025 a las 21:49:21 0 Leído (43)
La Mujer que Pinta el Alma del Guatapurí
Homenaje al cronista Ernesto McCausland
Valledupar no es solo una ciudad; es un acordeón que respira, un mango que cae del árbol y te invita a morderlo, un río que murmura versos que solo entienden los que han amado esta tierra. El Hurtado, con su corriente mansa, lleva en su canto los secretos del Caribe, y en sus orillas camina Yarime Lobo Baute, “una mujer de nube y viento”, como la cantó Rosendo Romero, que recoge “colores del arcoíris, rayos de sol y nubes inmaculadas” para plasmarlos en su lienzo. Su prolífica producción, organizada en 28 colecciones que reposan en Artelista, es un mapa del corazón vallenato, un canto a la memoria, un desafío al olvido. Esta es la crónica de una pintora que ha hecho danzar a los muros, latir a los barrios y cantar al río Hurtado, desde el Cañahuate hasta la ruta de los juglares en el kilómetro 8.
Era un mediodía en Valledupar, de esos en que el sol te abraza como un compadre que no has visto en años, y “había cierta pereza en las nubes… viajaban lentas”, como escribió Rosendo. El río Hurtado me llevó, como lleva a todos los que saben escuchar, hasta el Centro Comercial Guatapurí Plaza. Allí, en febrero de 2025, me topé con *Las Cabañuelas del Guatapurí*, una exposición que no era solo arte, sino un sortilegio. Los lienzos de Yarime, tejidos con materiales reciclados y pinceladas que parecían susurrar como el viento, contaban la historia de un río que no solo corre, sino que vive, que canta, que sueña. La gente pasaba, se detenía, se miraba en esos colores. Una vieja con un pañuelo en la cabeza se acercó a un cuadro y dijo, con los ojos brillando: “Ese es el río donde mi abuelo me enseñó a nadar”. Y tenía razón. Yarime, “la poetisa del pincel pintando goza”, no pinta paisajes; pinta recuerdos, pinta el alma del Caribe.
Ella es arquitecta, pero no de las que levantan muros de concreto. Yarime construye puentes entre el pasado y el presente, memorias que no se caen. Sus colecciones, como *Patio Taller Macondo* o *Introspección*, son como un vallenato largo, de esos que te hacen reír, llorar y brindar con un trago de aguardiente en una sola estrofa. En *La Era del Florecimiento*, los colores estallan como la primavera del Cesar, libres, indomables, llevando en cada trazo el rumor de la vida que renace. En *Valle de Agua Dulce (Bocetos del Alma)*, cada pincelada es un reflejo de las aguas cristalinas del Cesar, “donde le rasca las escamas a los peces y sardinas en la panza cristalina del río Guatapurí”, como cantó el gran Chendo. Sus lienzos no son cuadros; son espejos donde Valledupar se mira y se encuentra, un pedazo de Caribe que Yarime guarda como quien guarda un tesoro bajo el colchón.
El río Hurtado me llevó por los barrios, como un compadre que conoce cada esquina. El Cañahuate, Los Caciques, Los Campanos, Los Cerezos, 12 de Octubre, Simón Bolívar y Santo Domingo, los murales de Yarime son como tatuajes en la piel de la ciudad. En Los Cerezos, en la mismísima Casa de la Cultura, el mural en mosaicos *Valledupar, la tierra de Germán el hombre* te recibe como un abrazo, con colores que cuentan la historia de un hombre y una tierra que no se rinden. En el Callejón de la Purrututú, *La Galería del Amor Amor* brilla como un canto, un mosaico de amor que, como dijo el poeta de Villanueva, “ribetea el sol en las alas de una mariposa”. En el kilómetro 8, la fachada del colegio Fisher Kids se alza con el mural en mosaicos *Raíces*, esculpido desde los ojos de Yarime, un testimonio de la tierra que la vio nacer. En Los Campanos, en el corazón del barrio, al interior del colegio La Sagrada Familia, la obra mixta de mosaicos y acrílicos *ADN de los Años Maravillosos* guarda 40 recuerdos de 100 egresadas, un tejido de memorias que Yarime dirigió como quien compone un vallenato con el alma. Un muchacho con una camiseta rota me señaló un muro y dijo: “Compadre, eso no es pintura, eso es magia”. Y no mentía. Los colores de Yarime, donde “tucanes, loros y colibríes danzarines” cobran vida, bailan como si llevaran el ritmo de un porro, como si el acordeón de Diomedes estuviera sonando en la esquina.
Ella lo llama “acupuntura macondiana”, y no hay nombre más preciso. Cada trazo es una aguja que perfora el olvido, que despierta la memoria, que sana el alma de los barrios. En el barrio Santo Domingo, en el patio interno de la Casa del Poeta Eduardo Santos Ortega, Yarime creó *Valle de Poesía* en 2022, un lugar donde los niños correteaban, las guacamayas cantaban y los versos flotaban como mariposas. Con imágenes de infancias que no envejecen, poesía escrita a mano y pedazos de naturaleza, tejió un refugio para la palabra viva, para las historias que los abuelos contaban bajo un palo de mango. “El arte es resistencia, compadre”, me dijo un viejo acordeonero en el barrio El Carmen, mientras afinaba su instrumento y miraba el cielo. “Yarime es la que nos hace acordarnos de quiénes somos”. Ese patio no era solo un proyecto; era un desafío a la desmemoria, un canto al Caribe que se niega a callar.
Hubo un tiempo en que Yarime soñó un lugar donde el arte, la música y las leyendas fueran más que adornos; fueran vida. Así nació *Estación Los Lobeznos*, un hostal que no era solo un refugio para viajeros, sino un pedazo de Macondo hecho realidad. Yo mismo, en una noche tibia de Valledupar, me hospedé allí, y las puertas, pintadas con obras que eran pura magia, me dejaron sin aliento. Cada una era un aire vallenato: Puya, Merengue, Paseo, Son, Pilón y Ambos, colores y figuras que contaban la magia del pilón, el ritmo del acordeón, la vida del Caribe. Pero no solo me quedé allí; fue en ese patio, bajo un palo de mango, donde le dije a Yarime: “Esto tiene que ser más, un lugar donde la gente hable, cante, sueñe”. Así nació *La Cueva de la Loba*, un espacio cultural de tertulias que inauguré con la primera charla, rodeado de los sobrinos de Rafael Escalona, Estella y Santander, el historiador Tomás Darío Gutiérrez, el artista de teatro y cine Boris Serrano, y otros que hicieron temblar el aire con historias. Inspirado en “Macondo, Música y Leyenda”, aquel espacio cambió la forma en que el Caribe entendía la hospitalidad. No se trataba de camas o paredes; se trataba de meter a quien llegaba en el latir del vallenato, en las historias que el Hurtado cuenta al alba. Fue un capítulo que marcó un antes y un después, un laboratorio donde el turismo se convirtió en un abrazo cultural, en un encuentro con la memoria. Hostales y hoteles del Caribe aún miran a *Estación Los Lobeznos* como quien mira un faro en medio de la tormenta.
El río Hurtado me llevó hasta su puente, donde, como dice Rosendo, “es un acordeón” que Yarime ha hecho suyo con su policromía. Junto al icónico sitio “Hasta aquí me trajo el río”, los pisos cubiertos en mosaicos, con la obra *Destápate con Música y Leyenda*, invitan a caminarlos, a destapar el alma con cada paso, como si el vallenato mismo te guiara. La fachada, con *Este pedazo de acordeón donde llevo el alma mía*, asemejan un acordeón esculpido en mosaico, un pedazo de música que respira. Pensé en Yarime, en cómo la llaman “poeta del pincel y la paleta”, en cómo su óptica, “un prisma que convierte su mirada en una estrella luminosa”, ha dado voz a una ciudad que a veces olvida su grandeza. Su prolífica producción es un archivo vivo del Caribe, un testimonio de que el color puede ser resistencia, de que la memoria puede ser lucha, de que el arte puede ser vida. En *Macondo, Música y Leyendas*, pintó la magia del realismo caribeño; en *Vallenato pa’l mundo entero*, llevó el alma del Festival de Música de Acordeones a escenarios lejanos, sin perder el olor a tierra mojada.
Si hay un blog en *Artistas de la Tierra* donde Yarime cuenta su verdad, seguro habla de esto: de cómo cada pincelada es un verso, de cómo el arte es un pacto con la tierra, con la gente, con el río. Porque Yarime, que “escurre la punta de su dedo y sobre la tela surgen frescos, búhos, fresas y un león sobre un cerro”, no pinta para decorar; pinta para recordar. No llena paredes; llena almas. En sus manos, el pincel es un acordeón, y cada obra es un vallenato que sigue sonando.
Y mientras el Hurtado sigue corriendo, llevando consigo los sueños de Valledupar, desde Cañahuate hasta la ruta de los juglares en el kilómetro 8, Yarime Lobo Baute sigue pintando. En cada trazo, hay un pedazo de nosotros. En cada color, un pedazo de Caribe. Y en cada lienzo, un canto que dice: aquí estamos, aquí seguimos.