El impresionismo es considerado el movimiento más importante en la pintura de las últimas décadas del siglo XIX.
En principio, los impresionistas sentían una profunda aversión por toda pintura que fuese demasiado formal o estuviese demasiado trabajada. En ningún momento intentaron llevar al lienzo conceptos románticos como la profundidad, la soledad, el silencio o el misterio de la naturaleza, porque creían que la misión de la pintura consistía sobre todo en representar la naturaleza desde el punto de vista óptico exclusivamente. La tradicional ley de la mímesis (la imitación de la realidad) fue interpretada por ellos con una radicalidad sin precedentes y lo que había sido criticado por la mayoría de las posturas estéticas del pasado (la captación puramente aparente de la realidad) se erigió en credo absoluto para el Impresionismo. La representación artística, según este movimiento, no debía estar mediatizada ni por la imaginación ni por la razón, sino que tenía por único objetivo trasladar a la obra las impresiones impregnadas en los sentidos y en la retina. En este sentido el Impresionismo iba a defender un arte vinculado a la apariencia, deseoso de reflejar la temporalidad del fenómeno e indiferente por completo a la esencia oculta de la naturaleza.